Hace nueve años que no contaba su experiencia en público y no esperaba emocionarse al hacerlo. Pero aún le duele recordar mientras reúne las palabras justas para describir lo que pasó aquél 15 de julio de 2005. Ecaterina Culcescu tenía 35 años cuando llegó a España después de un largo camino de tres días y tres noches en autobús procedente de Rumanía. Era el día de su cumpleaños.
No huía de la pobreza. «Quería cambiar, intentar hacer algo mejor”. Creyó en un amigo que la engañó diciéndole que su hermana la ayudaría en España, pero al llegar pasó dos meses y medio “de pesadilla” en una casa de Granada desde donde la sacaban a la carretera. Sin saber ni una palabra de español, asustada y sin dar crédito a lo que le había pasado. Dos meses que le parecieron veinte años.
“Se suele hablar del número de víctimas de trata, pero jamás esos números podrán transmitir el sentimiento, el dolor, la vergüenza y el trato inhumano de una persona en estas redes”, aseguró durante su intervención en las jornadas sobre trata que Málaga Acoge organizó en Antequera el 19 de mayo.
Su testimonio sirvió de broche final a un encuentro al que también asistieron el jefe de la UCRIF en Málaga, Antonio de Haro, María García, de la Fundación Amaranta y la investigadora y experta en inmigración Helena Maleno.
Ecaterina, auxiliar de vigilancia en Rumanía, contó que al llegar le entregaron “un papel con los precios de los servicios”, que trabajaba 7 días a la semana y debía estar 24 horas disponible por si llamaba algún cliente, “sin tener en cuenta si quiera si tenías el periodo”.
Tuvo que mentir a su familia y temía ir a la Policía convencida de que iría a la cárcel.
“Soy una víctima”, aseveró, “inocente”, aunque en un principio reconoció que se sentía culpable y aún la herida no ha sanado del todo.
En la casa en la que le obligaron a prostituirse “no hubo malos tratos físicos”, pero asegura que “había menores” y que “entre los demandantes había abogados, policías y concejales”.
“No puedes entender que te pueda pasar algo así”, sostuvo Ecaterina, y agregó que hasta el pasado año escondió a su familia lo que le había ocurrido hasta que un error en el procedimiento, tras la denuncia hecha en su país en octubre de 2005, hizo que llegara una carta a su domicilio en Rumanía.
No son muchas las mujeres que logran salir de las redes de trata. “Yo soy la punta del iceberg”, afirma en referencia a las muchas víctimas que sufren esta lacra y permanecen invisibles.
En estos días trabaja en la campaña de recogida del espárrago en un pueblo de Granada y es voluntaria de la Cruz Roja. Entre 2008 y 2013 trabajó como auxiliar de vigilancia. Cuenta que ahora está “bien”, que nunca esconde su pasado. Aludiendo a las redes de trata sostiene que le “cuesta trabajo entender cómo hay personas que hacen tanto mal” y cómo hay otras que “miran a un lado cuando a alguien se le hace mal”.
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